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22.10.08

SOBRE LA ESTATIZACION DE LAS JUBILACIONES: "Cuestión de Estado"

No podría estar más de acuerdo con la estatización del sistema de jubilaciones. La jubilación estatal es una de las construcciones más socializadoras de los Estados modernos: significa, en síntesis, que todos los trabajadores entregamos parte de nuestro dinero para que los trabajadores ya retirados puedan sobrevivir, en la confianza de que, cuando nos retiremos, habrá otros trabajadores que nos darán su parte, o sea: una gran red social, un gigantesco sistema de solidaridad organizado por el Estado.

Eso fue lo que la jubilación privada del peronismo de los noventas destruyó, para reemplazarlo por un sistema de sálvese quien pueda: yo pongo mi plata en una cuenta mía porque mi plata es mi plata, que es mía y es para mí; entonces unos banqueros la manejan para mí y cuando yo me retire voy a tener mucha plata mía porque es mía. Y a todos los demás que los empome una ballena blanca.

Además de ser una idea del mundo –que no es poco–, el cuasi difunto sistema AFJP fue, desde el principio, un curro extraordinario. El Estado argentino le regaló una tajada básica del ahorro público a una banda de bancos privados –que juntaban la mosca y después se la prestaban al mismo Estado a intereses faraónicos: el gran afano, la verdadera jubilación de privilegio. Era la apoteosis del pensamiento liberal y era un chiste, lo peor de ambos mundos: en nombre de ese liberalismo, de la libre elección, el Estado liberal-peronista te obligaba a poner tu dinero en unos pocos bancos que lo usaban para la timba financiera. Realmente liberal, con perdón, habría sido que cada cual tuviera derecho a decidir cómo manejar su plata: si guardarla en el colchón más trajinado, multiplicarla en la ruleta, agenciarse un casal de tortugas y criar tortuguines pura sangre para los hipódromos de Salt Lake City, invertirla en la Bolsa de Bruselas, manducársela tuco y pesto pero con mucho queso.

El sistema fue un curro extraordinario pero berreta: los bancos, como suele pasar, se quedaron con todo lo que pudieron bajo la forma de comisiones y el resto, el escaso dinero que les dejaron a sus dueños nominales, lo perdieron en burbujas y espumitas. Ahora el gobierno aprovecha esos errores para recuperar el manejo de las jubilaciones, y ayer la Presidenta lo presentó como una decisión ideológica estructural: porque cree, dijo, en la necesidad del Estado como regulador social y económico, el administrador de una sociedad solidaria asegurando –en este caso– el retiro de sus mayores.

La oposición y los banqueros se encrespan y arremeten con los argumentos consabidos: que el Estado no es fiable, que administra mal, que ya sabemos lo que es este gobierno, que se quiere quedar con esa plata para usarla el año electoral que viene. Es el problema central de estos tiempos: la Argentina necesita recuperar el Estado que destruyeron los peronistas de los noventa, pero para eso ese Estado tiene que ser y parecer intachable, impoluto, más limpio que un jabón de propaganda. Todos sabemos que no es el caso –y eso hace tanto más difícil defender ciertas políticas. La justa desconfianza en el Estado fue el argumento principal para privatizar –rapiñar– la mitad del país en los noventa; sigue siendo el argumento con que los ricos defienden su posibilidad de hacer lo que les dé la gana –y, como pueden sostener esa desconfianza con razones, consiguen el apoyo de muchos otros. La corrupción del Estado –los favores, el clientelismo, el capitalismo de amigos– no es tan relevante en términos económicos; lo es, y mucho, en términos políticos: mientras no haya un gobierno que lo limpie, mientras siga siendo percibido como un refugio de privilegios y de curros, se hace muy difícil defender su reconstrucción.

No hay nada más necesario, para recuperar cierta justicia social, cierta equidad en la Argentina, que un Estado en serio, austero, transparente, confiable. La cuestión está en saber si este gobierno es capaz de organizar uno. Por ahora no lo hizo, y ya lleva varios años de amenazas. Todo sería tan distinto si lo hiciera.

Por Martin Caparros para Critica de la Argentina.-

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